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Ana Karenina

Os recomiendo un fascinante y conocidísimo relato: Ana Karenina, una lectura que te sumerge en un mundo aparentemente lejano en el tiempo y en la cultura, pero con el que continuamente puedes evocar situaciones y emociones actuales. Es muy interesante leer la visión de Tolstoi sobre las relaciones entre los sexos y del sentido de la vida.

Grabados de Ana Karenina y el conde Vronsky para una edición de 1888. Biblioteca Nacional, Madrid.

En un libro de 800 páginas hay espacio para ahondar en todo tipo de personajes y relaciones, entre hombres, entre mujeres y entre hombres y mujeres. Las relaciones entre hombres y mujeres alcanzan su punto más conflictivo en la historia entre Ana Karenina y el Conde Vronsky.

Ana Karenina es un personaje fascinante: una mujer fuerte, resuelta, inteligentísima, que, por lo que parece ser amor, pierde el sentido de su existencia.

Ana se enamora del conde Vronsky y deja atrás su anterior vida de mujer casada y madre de un hijo, bien situada socialmente, para vivir con su amante. Esta decisión resulta en grandes sufrimientos para ella y, dada la época de la historia, en su condena al ostracismo social. Lo que al principio se desarrolla como una intensa pasión, termina por reflejar una dañina obsesión, que despiera en Ana los sentimientos más mezquinos de odio y venganza hacia el ser que se supone amado. Es precisamente el deseo de venganza lo que la lleva al suicidio. «Te arrepentirás» son las amenazadoras últimas palabras de Ana a Vronsky.

Esto es lo que pasaba por la mente de Ana justo antes del trágico desenlace (Séptima parte, capítulo XXXI):

«¿Qué estaba yo pensando antes? ¡Ah, sí! Que no encontraré una situación en la cual mi vida no sea un tormento; que todos hemos sido creados para sufrir; que todos sabemos a inventamos medios para engañarnos a nosotros mismos. Y cuando vemos la verdad no sabemos qué hacer.»

–Por eso le ha sido dada al hombre la razón: para librarse de lo que le inquieta ––dijo la mujer de delante en francés y visiblemente satisfecha de su frase, haciendo muecas y chasqueando la lengua.

Parecía que sus palabras fuesen una contestación a los pensamientos de ella.

«Librarse de lo que le inquieta …», repitió.

Y mirando al marido, grueso y colorado, y a la mujer, muy delgada, Ana comprendió que la mujer estaba enferma y se consideraba incomprendida; que el marido, con su aire satisfecho, no le hacía caso y hasta quizá la engañaba con alguna otra; y que por esto la mujer había pronunciado aquellas palabras.

A Ana le parecía ver con clarividencia toda la historia de las vidas de aquel matrimonio, penetrar en los rincones más secretos de sus almas.

Pero en ello había poco que la interesara y continuó reflexionando:

«Si algo me inquieta, tengo la razón para librarme de ello; es decir, debo librarme. ¿Y por qué no he de poder apagar la luz cuando ya no hay nada que mirar, cuando sólo siento asco de todo? Y ¿por qué ese conductor corre por este estribo? ¿Por qué están gritando esos jóvenes del vagón de al lado?

¿Por qué hablan? ¿Por qué ríen? Todo eso es mentira, engaño, maldad».

Piensa Ana que todos somos más o menos infelices... ¿Es esto lo que consigue una sociedad hipócrita, donde no hay espacio para ser una misma?

Es curioso que se califique esta historia como una historia de amor, pues creo que los sentimientos que experimenta Ana están bastante alejados de mi idea del amor como fuente de gozo, de  intercambio y apoyo.

Ana es víctima de la sociedad, no del amor, víctima de querer encontrar la felicidad a través de un hombre, como sustituto de desarrollar una vida plena dentro de los constreñimientos sociales de la época. ¡Y todavía hoy hay mujeres que se anulan a sí mismas y buscan un espejo en la persona amada!

Ana buscaba vivir a través de él y no por ella misma:

«Cuanto más conocía a Vronsky, más le amaba. Le amaba por sí mismo y por el amor en que él la tenía. El poseerle por completo colmaba su ventura. Su proximidad le alborozaba. Los rasgos de su carácter, que cada vez conocía mejor, se le hacían más queridos.

Su aspecto físico, muy cambiado al vestir de hombre civil, le era tan atractivo como podía serlo para una joven enamorada. En cuanto hacía, decía o pensaba Vronsky, Ana hallaba algo especial, elevado y noble.La admiración que sentía por él llegaba a veces a asustarla. Ana trataba de hallar en su amado algo que no fuera agradable. No se atrevía a dejarle ver la conciencia que tenía de su propia insignificancia.

Parecíale que, al verlo, Vronsky había de dejar de amarla más pronto, y ella nada temía tanto como perder su amor, aunque no tenía motivo alguno de temor a este respecto.»

Y comparada con esta visión, Vronsky piensa en estos términos:

En cuanto a Vronsky, aunque se había realizado lo que deseara por tanto tiempo, no era feliz. No tardó en advertir que la realización de sus deseos no le procuraba más que un grano de la montaña de dicha que esperó. ¡Eterna equivocación del hombre que espera la felicidad del cumplimiento de sus anhelos! Al principio de unirse Vronsky a Ana y vestir el traje civil, sintió el atractivo de una libertad general que antes no conocía, así como la libertad en el amor, y fue feliz, mas por poco tiempo.

En breve sintió nacer en su alma el deseo de los deseos: la añoranza. Involuntariamente se asía a todos los caprichos pasajeros considerándolos como deseo y fin.

Por otro lado, otro de los temas atractivos del libro es la búsqueda del sentido de la vida de uno de los personajes, Konstantín Dmítrievich Lyovin, Kostia, que parece ser el alter ego de Tolstoi.

La idea de «vivir para el bien» me resulta sumamente atractiva. No en el sentido religioso que propone Tolstoi, cristiano convencido, sino la idea de definir o dirigir nuestras acciones para «hacer el bien». Me parece que esta es una idea valiosa que se aprende, y que la escuela puede transmitir, y que no podemos esperar que ocurra de la nada. Nuestras alumnas y nuestros alumnos andarán perdidos si no tienen la oportunidad de aprender en sus familias la opción del «bien».

Esta es una muestra del desenlace de las tribulaciones de Levin:

«Semejantes pensamientos le torturaban con más o con menos intensidad, pero no le abandonaban nunca. Leía y meditaba y cuanto más lo hacía, más se alejaba del fin perseguido.

En los últimos tiempos, en Moscú y en el pueblo, persuadido de que no podía hallar la solución en los materialistas, leyó y releyó a Platón, Espinoza, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, los filósofos que explican la vida según un criterio no materialista.

Sus ideas le parecían fecundas cuando las leía o cuando buscaba él mismo refutaciones de otras doctrinas, en especial contra el materialismo. Pero cuando leía o afrontaba la resolución de problemas, le sucedía siempre lo mismo. Los términos imprecisos tales como «espíritu», «voluntad», «libertad», «sustancia» , ofrecían en cierto modo a su inteligencia un determinado sentido sólo en la medida en que él se dejaba prender en la sutil red que le tendían con sus explicaciones. Pero apenas olvidaba la marcha artificial del pensamiento y volvía a la vida real, para buscar en ella la confirmación de sus ideas, toda aquella construcción artificiosa se derrumbaba como un castillo de naipes y le era forzoso reconocer que se le había deslumbrado por medio de una perpetua transposición de las mismas palabras, sin recurrir a ese «algo» que, en la práctica de la existencia, importa más que la razón.

Durante una época, leyendo a Schopenhauer, Levin substituyó la palabra «voluntad» por «amor», y esta nueva filosofía le resultó satisfactoria durante un par de días mientras no se alejaba de ella.Pero luego también ésta decayó al enfrentarla con la vida y la vio revestida de unos ropajes de muselina que no calentaban el cuerpo.

Cuando Levin pensaba qué cosa era él y por qué vivía, no encontraba contestación y se desesperaba; mas cuando dejaba de hacerse estas preguntas, sabía quién era él y para qué vivía, porque su vida era recta y sus fines estaban bien definidos, e incluso en los últimos tiempos su vida era más firme y decidida que nunca.»

[…]
«Todos nosotros, como seres racionales, no podemos vivir de otro modo sino para el vientre. Y de pronto Feódor dice que no se debe vivir para el vientre y que se debe vivir para la verdad y para Dios, y yo, con una sola palabra, le comprendo.

»Y yo, y millones de seres que vivieron siglos antes y viven ahora, sabios, labriegos y pobres de espíritu –los sabios que han escrito sobre esto, lo dicen en forma incomprensible– coinciden en lo mismo: en cuál es el fin de la vida y qué es el bien. Sólo tengo, común con todos los hombres, un conocimiento firme y claro que no puede ser explicado por la razón, que está fuera de la razón y no tiene causas ni puede tener consecuencias.

»Si el bien tiene una causa, ya no es bien, y si tiene consecuencias (recompensa) tampoco lo es. De modo que el bien está fuera del encadenamiento de causas y efectos. »Y conozco el bien y lo conocemos todos.»

Espero que lo disfrutéis.

(Citas de la versión electrónica de Ana karenina.)